Abrazada a su mejor amigo espiritual, la joven sioux, lamentaba la inminente despedida que iba a producirse.
Para media luna, la paz en la Tierra se había visto gravemente alterada, por la intrusión en ella del hombre blanco y a lo que ellos denominaban; ¡¡¡su avance tecnológico!!! Que no hacía más que ir en perjuicio y detrimento de la propia madre tierra y de todos sus bienes naturales.
El árbol de la vida, era uno de los más antiguos de aquel bosque de las llanuras centrales de la nación Dakota.
El hombre blanco, no entendía, ni entendió jamás el lenguaje de la naturaleza. Sin embargo, los pieles roja podían sentirla cuando hablaba. Ya fuera en susurros, o confundida con el leve movimiento de las hojas de los árboles. Incluso podían sentirla y oírla a varias leguas de distancia, sintiendo su llanto, sus preocupaciones o la tristeza que emanaba cuando el bosque era dañado por el fuego.
Los pieles roja, se sentían muy lejos de ser parecidos al hombre blanco. Por lo que los consideraban seres oscuros, que mediaban entre un mundo de destrucción, muerte y abandono. Mientras que ellos se sentían como una gran familia unida, capaz de dar luz y belleza a todo cuanto les rodeaba.
La raza Sioux, era significativa por poseer una estilizada figura, cabellos largos, piel dorada, sabiduría y amor hacia sus semejantes. Honrando cada perdida con grandes honores y danzas.
En las llanuras centrales convivían con otras tribus amigas como los Arapaho – Arikara – Assiniboin – Blackfoot – Caddo – Cayuse – Cheyenne – Comanche – Cree – Crow – Gros Ventre – Hidatsa – Iowa – Kiowa – Mandan – Missouri – Omaha – Osage – Oto – Paiute – Pawnee – Ponca – Sarcee – Shoshoni – Ute y los Wichita.
Para media luna, el conocer y practicar diferentes danzas y rituales con cualesquiera de alguna de las tribus amigas, le era de gran ayuda e importancia. Podía escuchar en boca de los principales chamanes de cada tribu, las peripecias de sus grandes guerreros, de sus ilustres ancianos, historias del antiguo mundo, relatos sobre la madre tierra, etc. Sin perder ni un atisbo de su entusiasmo hacia la grandeza de su raza.
Aprovechando esas jornadas de unión entre las diferentes razas de los pieles roja, los grandes jefes indios de cada tribu y sus más fieles guerreros, se reunían en concilio secreto dónde últimamente expresaban su inquietud y amargura hacia la raza blanca que les envenenaba el corazón. Recordaban, aquellos tiempos ya remotos en los cuales no se ocultaban de la mirada del hombre blanco, pues ambos, firmaron un acuerdo de hermanamiento entre las dos razas, beneficiándose mutuamente.
Pero, cuando la ambición se apoderó de las almas y el corazón del hombre blanco, se separaron con fiereza de los pieles roja, buscando medios para enriquecerse a toda costa, perdiendo en el camino la capacidad de ver más allá, anulando su capacidad de amar, de entendimiento y de sentir la naturaleza.
Por lo que con el tiempo el piel roja, se vio obligado a esconderse del hombre blanco, deshaciendo sus lazos de unión, quedando apenas un vestigio de la relación que antaño anexionaban y les llegaron a temer.
En esto pensaba el árbol de la vida, cuando una lágrima le desgranó, rociando de vida el suelo sobre el que se mantenía erguido. Y el viento comenzó a entonar una dulce melodía cargada de aflicción.
- El cántico soplaba desgarrador -.
Los árboles de alrededor seguían sus movimientos con sus ramas y crujidos, siseando las hojas, azuzándolas levemente por los canales de aire que se colaba por todo el bosque. La letra de la canción, en una lengua casi olvidada, hablaba de una inminente despedida, de la pena que supone el ver partir a un ser querido, de la muerte y del fin de los días en la madre tierra.
Media luna no pudo soportarlo más y, con el último silbido de la melodía, sus ojos empezaron a entumecerse en lágrimas, tapándose la cara con sus manos. Estuvo arrodillada un buen período de tiempo junto a su amigo espiritual, mientras era sabedora y tomaba conciencia de que aquel día sería el último, frente a aquel bosque sagrado, testigo del tiempo.
Cuando hubo recuperado su ánimo y compostura, volvió a acercarse a su mejor amigo espiritual, el más grande y anciano árbol de todo aquel sagrado bosque, profiriéndole palabras que en secreto se quedarían entre ellos. Al despedirse, se giró con gracia al tiempo que extendía una caricia a la corteza del árbol de la vida, con la yema de sus largos dedos. Y cabizbaja, fue desapareciendo tomando el rumbo hacia su asentamiento.
No pudo mirar hacia atrás mientras corría hacia los suyos, volvió a llorar ante la furia que se avecinaba contra aquel sagrado bosque y sus ancianos árboles milenarios.
Al llegar a su hogar, toda su gente se encontraba mirando a la lejanía del bosque, viendo como un rugido subía y bajaba como a punto de embestirlo. Y media luna, sintió como se le partía el corazón de dolor. Sabía que su amigo espiritual sería el primero en caer a manos del hombre blanco, ya que para ellos era como un reto que los enaltecía, un estúpido orgullo envilecido por las falsas posesiones y riquezas que pretendían conseguir con aquella matanza de un bosque sagrado de vida y luz.
El suelo les tembló, el mayor y más viejo de los árboles había caído y ahora se disponían a descuartizarlo. Media luna no quiso mirar, pero pudo sentir en sus entrañas los golpes recibidos a aquel árbol de la vida.
Los sioux, contemplaban atónitos y armas en ristre lo que sus ojos apreciaban, sin dar explicación alguna a tanta barbarie y destrucción de la madre tierra.
El hombre blanco y sus máquinas destructoras seguían adentrándose cada vez mas en las profundidades de aquel sagrado bosque, derribando todo lo que encontraban a su paso, como tantas otras veces hicieron en otros lugares de la geografía y con igual crueldad, arrancando la vida de aquellos pulmones que la madre tierra había puesto desinteresadamente al servicio del ser humano, para un bien común.
Después de haber derribado la arboleda por completo, un agónico silbido se hundía en la carne de los árboles caídos. Los árboles inertes, eran mutilados, mientras sus astillas y savia salpicaban en derredor como gotas de sangre.
Los sioux, ya habían visto esto en demasiadas ocasiones, intentando con la lucha contra el hombre blanco frenar aquellas acciones, pero nunca tuvieron un resultado óptimo, siendo también ellos martirizados, asesinados u escarmentados por el hombre blanco y sus nuevas tecnologías de guerra. Por lo que muchos Sioux habían perdido toda clase de esperanza.
- en la misma esencia de los que destruían el bosque sagrado, estaba la capacidad de restaurar el mal creado. Pero el hombre blanco, no sabía ni entendía de todo aquello, su plan era destruir y olvidar -.
Los pieles roja de las grandes llanuras, eran suficientes como para acabar con la raza del hombre blanco y apenas dejar sobre la tierra un recuerdo vago de su paso. ~ Pero no lo harían, no era lo correcto.
El hombre blanco debía de darse cuenta por sí mismo mediante la reflexión, para mirar hacia atrás y lamentarse a tiempo.
Media luna, nunca olvidó el nombre de cada uno de los árboles que poblaban el sagrado bosque. Y cada día los pieles rojas entonaban una triste canción, como recuerdo del mundo al que existieron.
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